Todos nosotros
hemos experimentado fugazmente estados internos, percepciones sutiles que de
alguna manera sentimos que están cargados de un hondo significado. Son momentos
en los que el tiempo se estira y la realidad cotidiana parece transfigurarse. A
veces vienen de repente, otras veces podemos crear las condiciones o preparar
el terreno para que dichos estados puedan florecer.
Momentos simples
de la amistad, el disfrutar del arte y del conocimiento, el abrazar la
naturaleza, noches de magia y misterio, o mismo determinadas épocas del año
pueden evocar en nosotros esos estados.
No tiene sentido
decir si estos estados son internos o si vienen de lo externo: son ambas cosas
a la vez y acaso ninguna a la vez. Estos estados son difíciles de clasificar y
la mente ordinaria no los estima en su verdadera dimensión: la filosofía
académica no enseña cómo buscarlos o le parece una idea muy simple como para
justificar una cátedra, la ciencia los desprecia o trata de reducirlos a
explicaciones mecanicistas, el arte trata de evocarlos y no siempre con los
mejores resultados, mucha gente los deja pasar como si realmente no tuvieran
importancia.
Lo reconozcamos o
no, estos estados tienen un sabor lejano y especial y son lo más cercano que
hemos experimentado a la felicidad. Todos hemos hecho diferentes cosas para
revivir o recuperar al menos algo de estos momentos: guardar ciertas
fragancias, visitar determinados lugares, escuchar una música particular sólo
en ciertas circunstancias, practicar rituales, reiniciar una relación
desgastada por el solo hecho de poder resucitar la plenitud de momentos
pasados...
Estos estados, que
a nosotros nos parecen ambiguos, raros o desconcertantes son el combustible con
el cual trabaja el Círculo Interno de la Humanidad , y también
tienen nombres muy bien definidos para los que practican ciertas disciplinas: satori, estar presente, recuerdo de sí,
conciencia de sí, lo numinoso, estar despierto, hesiquía, vigilancia, etc.
Es durante estos
estados de gracia cuando podemos conocernos a nosotros mismos y a los otros,
siendo además la puerta a otras moradas superiores.
Es en éstos estados cuando podemos amar al
prójimo como a nosotros mismos y cuando podemos percibir el mundo pleno de
magia y misterio que nos rodea.
Está en nosotros
el poder, la capacidad y la vocación de preparar el terreno y acondicionar
nuestra máquina para ser canales receptivos capaces de experimentar estos
esquivos manjares.
Son estos momentos los que justifican la
vida y no otros.
La calidad de vida
de un sujeto debería medirse en
función de la sumatoria de estos momentos.
Adrián M.
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